Cada domingo por la mañana, aún cuando era madrugada, las corrientes de aire que subían desde las carreteras cercanas hacían volar las faldas de mis vestidos; el ruido de la vida en la ciudad parecía una melodía que se distorsionaba con el piar de los pájaros, los cuales ahí habitaban y los miles de bloques de hormigón y cristal parecían trazos sin terminar de un cuaderno de esbozo
Pero sin duda, lo que más me gustaba de ese rincón era sentir el temblor de mis piernas al caminar por el borde de la azotea de aquel inmenso edificio, ya que era lo único que me hacía recordar que aún era humana, mi cuerpo tenía miedo, sin embargo yo no
En ocasiones, muchas de mis mañanas de diversión se veían frustradas por vecinas preocupadas por su colada o ancianos que buscaban refugio en la compañía de los alados animales que, de vez en cuando, se paseaban por la decimosexta planta de aquel sito
Aún recuerdo la cara de mi madre cuando le pregunté que pasaba al llegar abajo, o la de mi primer novio al ofrecerle volar juntos por unos segundos antes de aterrizar, pero ninguna de las decenas de personas a las que les enseñé aquel lugar parecían entenderlo, todas preferían una cama de hospital a la belleza de aquel lugar
¿Acaso no sería mejor despedirse de todo ahí? Sobre aquella cornisa, extendiendo los brazos, en sinfonía con la anaranjada brisa del amanecer y tras un paso en falso sentir como la gravedad se apodera de tu cuerpo.¿Acaso no sería hermoso regalarles a tus ojos unos segundos de paz antes de fundirse con el asfalto?
-Existen formas menos dolorosas de morir- dije mientras me dejaba caer - Pero seguro que no tan bellas